Un pollo muere, apenas un pollo y muere.
De un huevo de una gallina esclavizada,
más exactamente de su yema y alimentado de su clara,
nació un pollito.
El pollito amaba vivir
y lo obligaron a vivir
veinticuatro horas al día.
El pollito quería comida
y lo obligaron a comer a cada instante.
El pollito quería comer
eso tan delicioso que comió ayer,
y se lo dieron (mezclaron su excremento y harina de pescado).
El pollito luego quiso
hacer otras cosas: conversar, dormir,
pero nadie conversaba, todos comían,
no había por qué perder el tiempo,
había comida abundante ahora,
y el pollito siguió el ejemplo.
Semanas más tarde, el pollito fue un pollo,
obeso tal vez, pero un pollo joven envejecido.
Y cuando empezaba
a encontrarle sentido a «esta vida»,
se la arrebataron sin más,
en un proceso de matanza automatizado,
sin sensar si es que el pollo
sufría o no, si quería eso o no,
si sabía que había tenido
una hermosa vida o no.
Luego, sus restos descansaron en los mercados,
esperando quien los compre antes de podrirse;
a veces ya podridos: maquillados.
Luego, consumidos por personas que no saben
si es nutritivo o no, si es dañino o no,
si tiene efectos no estudiados o no,
si el pollo es un pollo o algo más moderno,
si el pollo fue feliz cuando vivió o no,
si es lo mejor comer pollo o no.
30/05/08
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